lunes, 8 de agosto de 2011

Autorretrato


Dicen que nací aquí en 1974, pero yo aún tengo mis dudas. La primera vez que asomé mi rostro a un espejo hallé a un niño taciturno y cerril que no cejaba en su empeño de atrincherarse tras sus lentes de tres centímetros de espesor. Ingresé en un colegio de curas siendo un caso perdido y concluí mi formación siendo un líder sanguinario. Confundí pubertad con rebeldía y vandalismo. Cada curso que superaba, un padre agustino se daba por vencido y en sentido figurado se quitaba la vida. Vivir era para mí una contienda diaria contra aquéllos que osaban meter el dedo en la llaga y remover todos y cada uno de mis complejos. Pero un día alcanzó mis oídos el rumor de que yo era adoptado. Lo que al principio fue una flecha envenenada acabó siendo como un beso de mariposa, una sensación extraordinaria. Se desbordó mi fantasía y comencé a soñar despierto. En tanto rememoraba cada día de mi vida con mis padres adoptivos, imaginaba cada noche de mi vida con mis padres auténticos. Pronto me vi en el jardín de los senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges. ¿Por qué derroteros habrían discurrido mis pasos en caso de permanecer en mi tierra de origen? De esa forma despertó mi interés por escribir historias e inventar exóticas procedencias. Por ejemplo, me gustaba pensar, yo era el hijo ilegítimo de un famoso derviche de Benarés, fui vendido al peor postor en el mercado negro. No, no. Yo había nacido en el seno de una familia hippie de Bocas del Toro, era el hijo no deseado de una ceramista morfinómana. ¿O era una vendedora de orquídeas? ¿O era una cantante de boleros? ¿O era una prostituta de lujo? El amor libre es así: entraña gran dificultad saber a ciencia cierta la identidad de tus progenitores. Pero no, no, no, mejor aún, mucho mejor, yo había sido concebido en un poblado palafítico de Tahití y era el hijo primogénito de un surfista nativo. Una vez escritas y enviadas todas aquellas elucubraciones obtuve para mi sorpresa el Premio de Literatura Juvenil Gustavo Adolfo Bécquer 1999 y el premio todavía mayor de conocer en persona al insigne poeta José Hierro, aquel hombre bueno, impenitente fumador, enganchado siempre, siempre, a una bombona de oxígeno. Días después abrí por casualidad un viejo arcón y encontré dentro mi partida de nacimiento. Le sacudí el polvo mezclado con una plétora de insectos y limpié mis gafas con frenesí. No era adoptado. Aunque me costase aceptarlo, no era adoptado. Era hijo de mis padres y había nacido en 1974 aquí, aquí mismo. Me habían estafado los artífices del rumor. Pero no hay mal que por bien no venga y aquella mentira me condujo a la verdad, la verdad de escribir. Ahora amaso palabras con una disciplina marcial, yo, que abanderaba el inconformismo y hasta la insumisión. En cuanto al derviche y la ceramista, la vendedora de orquídeas y la cantante de boleros, la puta y el surfista, diré a riesgo de parecer un completo lunático que son personajes mucho más reales que cualquier persona de carne y hueso que pueda recordar ahora. Todos ellos residen aquí, en el recodo más preciado de mi pensamiento, donde nadie, nadie, puede encontrarlos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario